Siendo mi hija un bebé la llevé al pediatra pues durante sus primeros meses de vida comía muy poquito. Veníamos rebotados de la pediatra que le tocaba de primeras y que lo único que hizo en sus consultas fue decir que todo estaba bien, no hablar con nosotros, no dirigirnos una mirada, y tratar a la niña como si fuera un pollo o una gallina al peso. La primera vez que visitamos al nuevo pediatra, este no hizo mucho más que darnos unas recomendaciones y derivarnos al especialista pero, a diferencia de la anterior, estuvo al menos una hora hablando con nosotros, explicándonos qué pasaba y tranquilizándonos. Vamos, un brillante ejercicio de empatía. Al final de la consulta le pregunté al doctor que cuál creía que era el mejor remedio, la mejor medicina, la que siempre funciona. Don Joaquín, al que me jubilaron dándome un disgusto, contestó: «como dijo Ramón y Cajal, es la silla; sentar al paciente y escucharle, mirarle a los ojos y comprenderle en su dolor. Eso es más eficaz que cualquier pastilla o tratamiento». Aquello me hizo reflexionar, y es verdad que hoy en día la Medicina, quiere o tiende (según se mire) a ser una ciencia exacta en la que dos más dos son cuatro, en la que el objetivo primordial y el fin último es obtener un diagnóstico y no así la cura (aunque sea del alma) y el bienestar del enfermo. Muchos médicos que se consideran de la vieja escuela se quejan con cierta amargura y cabreo de que en las facultades de Medicina ya no se forman médicos humanos y que la clases de humanidad se obviaron hace tiempo, siendo lo único que salen tras seis años máquinas de estudiar y hacer diagnósticos razonados. Don Joaquín también me dijo que se sabe más de lo que puede padecer un enfermo (de primeras) escuchándole y mirándole a la cara que con cualquier otra prueba diagnóstica, si bien un análisis de sangre, un TAC o una ecografía son avances médicos que hacen que la gente no muera a los treinta o cuareta años y apoyan la primera tésis de silla. Pero en una primera consulta, al hacer el triaje, lo primero que hay que hacer es intentar medir el dolor de la persona a través de su semblante. Sólo así sabremos si por lo menos se trata de algo grave o más bien de tipo nervioso o psicológico. Porque somatizamos mucho (eso me da para otro artículo entero) y el somatizar no es padecer una enfermedad.
Por mi trayectoria hasta ahora (para unos ya empezando a ser dilatada, para otros todavía mucho por hacer y vivir) he podido comprobar que los médicos se han metido a fabricantes de corsés pues con cada diagnóstico, los médicos encorsetan al paciente, no curan su dolor. Aunque tampoco los hago totalmente responsables puesto que la sociedad ha cambiado y es la sociedad la que ha hecho que los hagamos dedicarse a corseteros. A ver quién es el «bonico/a» que va al médico con un resfriado muy gordo y aguanta que el médico le diga que no tiene nada, que sólo tiene que descansar y reposar. Eso nos indigna,salimos efervescentes de la consulta gritando «¡me ha dicho que no tengo nada!». No nos ha dado palabra que defina lo que sentimos, los dolores; no nos han proporcionado una etiqueta que ponernos en el cogote: «qué le cuento yo a mi madre por teléfono, ¿que no tengo nada?». La enfermedad la padecemos pero las limitaciones, es decir, el corsé, nos lo ponemos nosotros mismos, con o sin ayuda médica. Y añadir en este punto que, a veces, acudiendo al victimismo, buscando la pena en el otro.
Conozco a un chico (al que adoro y que admiro como a nadie) que es Arquitecto Técnico y que, sin ningún tipo de problema, lleva una pierna ortopédica. De hecho nació sin una pierna. En contra del criterio de muchos médicos y sus propios padres, a los dieciséis años se fue de su pueblo a estudiar el bachillerato y continuar en la universidad para estudiar Arquitectura Técnica, su sueño. Es una de las personas más eficientes en su campo que conozco. Cuando le dan a elegir, elige obra y patearla antes que quedarse en la oficina con el papeleo sentado en una mesa. Conduce y trabaja muchas horas, como cualquiera. Viaja por trabajo. Pero lo más sorprendente para mí (yo soy de ahogarme a veces en un vaso de chupito, lo tengo que reconocer) es que vive solo porque quiere, dice que no necesita a nadie y es feliz.
Conozco otra mujer que pese a sus cinco hernias de disco acude todos los días a trabajar de 7 a 3 y no se queja. Ni mú. Es verdad que no la pondríamos a correr un maratón, y a mi amigo Arquitecto Técnico posiblemente tampoco, pero ellos mismos saben que su límite está ahí y han trabajado toda su vida en que su límite este lo más lejos posible. Vamos, el que no padezca absolutamente de nada que tire un grano de arroz. Os aseguro que no hacemos una paella. Los conozco diabéticos, los conozco obsesivos compulsivos, los conozco bipolares y con grandes trastornos depresivos, con sobrepeso, con marcapasos. Y están en nuestra sociedad, en puestos de decisión, educando a nuestros hijos o muchos de los mismos médicos que luego nos tratan a nosotros. Porque sepan ustedes que si mañana Sanidad decidiese retirar el Prozac de todas las farmacias, el mundo, el país entero, se pararía. ¿Qué les quiero decir con esto? Muy fácil. Que no hay que mezclar el tocino con la velocidad, que una cosa es la enfermedad que se padece y otra muy distinta cómo se desarrolla; que en esta vida hay grados dentro de las enfermedades. Y lo más importante: que sólo la actitud de la persona, las ganas de vivir, las ganas de lograr y las ganas, sobre todo, de llevar una vida normal, son las que conforman al final el bienestar y la vida del individuo, cómo se desarrollan las relaciones con los demás y dónde se encuentran sus límites.
Nos gusta ponerle etiquetas a todo. Nos gusta que todo tenga un nombre. Pero no todo es etiquetable, y lo más importante, un corsé, el que le ponemos a los demás o nos ponemos a nosotros mismos, lo único que consigue es hacer que la persona se ahogue progresivamente, no pueda moverse, rozaduras, incomodidad y en definitiva, una vida de ahogo, una vida agónica. Los hay sordos, los hay mudos, los hay medio ciegos, los hay altos de más, los hay bajitos de más; los hay con problemas de corazón, de hígado, de pulmones, y lo más gordo: los hay que fuman y al ir al médico se indignan cuando éste le dice que tiene un resfriado que se ha complicado por el tabaco o se echa las manos a la cabeza cuando éste mismo le dice que lo más probable es que tenga un cáncer de pulmón. Ese es un corsé que jamás podré entender.
No juzguéis y no seréis juzgados, dice la Biblia. Yo añado que no juzguéis por una enfermedad, una dolencia,una manía o un tic y no seréis juzgados de la misma manera, porque sí amigo mío, tú también puedes ser sometido al mismo juicio y seguro, segurísimo, que te sale algo, incluso a lo mejor sales perdiendo.
Así pues, como me dijo don Joaquín y en palabras de Ramón y Cajal, veamos a las personas a través de su mirada, sus ojos, su semblante, sus palabras y su trato, no por su historial médico en exclusiva (etiquetadora en mano), ya sea este físico, psiquiátrico o psicológico pues aquí quien esté libre de dolencia que tire el primer grano de arroz. Ya les digo que no hacemos la paella. Pongámonos los límites nosotros, no los límites que nos digan los demás o les convenga a éstos. Tampoco vale ir de valiente, no somos todopoderosos. Pues el equilibrio, la justa medida, es el común denominador de las personas que navegan por la vida con cierta tranquilidad y logrando metas. Con iniciativa y arrojo pero midiendo. Queriendo continuar, pero sabiendo dónde hay que parar. Son los verdaderos supervivientes. Porque Darwin redujo la supervivencia a la fuerza. Error. De qué me vale la fuerza si es lo único que tengo, faltándome la prudencia de saber cuando amainar.