A Encarna Talavera
Son muchos los nubarrones, las malas épocas o, simplemente, el perder la perspectiva de lo que realmente merece la pena lo que no debemos dejar que nos haga olvidar quien apostó por nosotros cuando nadie lo hacía y, no sólo eso, sino que también tuvo la paciencia y la ilusión de enseñarnos, de insistir en que estrujásemos cada momento y, como si de una esponja se tratase, absorbiéramos todo lo que nos podía aportar abriéndonos una pequeña gran ventana al mundo. Ni en el mejor de mis sueños hubiese podido imaginar que, a día de hoy, muchos de los contactos que tengo y la visibilidad que poseo se lo debo a ese gesto de generosidad, esa mano tendida y esas enseñanzas tan valiosas que no dan ni una universidad ni un título sino una maestra que te abre su «escuela» para que aprendas.
Luego, vas y te crees que ya está todo hecho. Ves ataques inexistentes, adoptas una actitud prepotente y te olvidas de que, una vez, no eras nadie y apostó por ti y que, además, te otorgó el privilegio (porque es un privilegio) de aprender, sin pagar, el oficio.
Recuerdo el examen de Comunicación Televisiva de la carrera de hace unos años. La pregunta de teoría, «Describa todo lo que pasa en un plató de televisión cuando está funcionando». 5 puntos valía la pregunta. Qué suerte la mía. No había necesitado un libro para saberlo sino que alguien que una vez confió en mí, me lo había enseñado semana a semana, dándome reiteradamente una oportunidad.
Sobresaliente. Y comentario añadido del mismo profesor: «Ana, menudo examen me has hecho. Como si dentro de un plató te lo hubieses preparado».
No le contesté. Pero debiera haberlo hecho. Y decirle, con esa sinceridad (que no siempre es buena alternativa) y que me caracteriza que así había sido. Y que si no hubiese sido por ella, pobre de mí. Porque su manual era infumable y su docencia, mejorable.
Profesores habrá, siempre, muchos. Maestros, muy pocos. Y maestros que insistan en ti, apuesten por ti, menos aún.
Ella es el principio y el punto de partida de mi aún corta carrera profesional. Ha sido, es y será mi maestra. Siempre. Y no sólo en el oficio, ojo. Como persona, madre, mujer y en valores. Valiosos valores, que siento que hayan brillado por su ausencia en mí en algunas ocasiones, lo que no duden me apena el alma y me pesa.
Creo que en este momento (qué narices, toda la vida) solamente hay una palabra que resuma mis sentimientos y que profundamente le debo y deberé: un gracias.
Gracias por ser mi maestra. Gracias por creer en mí. Y gracias, además, por esa pequeña gran ventana que me abriste.
Ella. Y nadie más.